lunes, mayo 28, 2012

'Clockers'



Noches atrás entré a un huequito de libros. El encargado era un macizo cachinero que sabía lo que exhibía en sus estantes. No puedo aseverar si era un lector que vende libros o sencillamente un vendedor de libros. Veía los anaqueles y llegué a una sección en donde había muchos best sellers. Grisham, Harris, Váquez-Figueroa, Gordon, Cornwell, Le Carré, Perry, etc. A muchos ya los conocía, pero igual seguí mirando. La empresa no fue un fracaso, como en un primer momento supuse, ya que vi el lomo de Clockers (1992), novelita de 633 páginas del narrador gringo Richard Price.

Compré el libro con la sensación de que pude pagar menos. Tenía que leerla, pues. Algo sabía de ella pero más de su autor, a quien debemos asociar como el responsable en el guión de los mejores y más recordados episodios de The Wire. Leí la novela en una semana, creyendo más de una vez que estaba viendo la versión literaria de The Wire. De la nada aparecían los personajes de la serie, las mismas calles, las jergas en clave, la brutal violencia verbal. Una delicia sucia de lo que debería ser un policial de a pie.

Me puse a averiguar más sobre Clockers. Y supe que tenía una adaptación cinematográfica de Sipke Lee. Llamé a César de Mondo Trasho para saber si la tenía. Y él me contestó lo siguiente:

−Compadre, ¿qué pasa?, ¿te has vuelto amnésico? Yo te vendí un nuevo paquete de 20 películas policiales en enero. Allí está la que me pides.

Efectivamente, César me había vendido el referido paquete y del mismo solo me acerqué a no más de 4. Busqué Clockers o Las calles del crack (1995). Y aproveché la tarde del domingo para verla, bajo pretexto de previa al partido de Alianza Lima con el Gálvez.

Spike Lee es un director al que le tengo ciertos reparos, muy personales por cierto. No he visto toda su filmografía, aunque siempre he reconocido su valía. Más de una vez he percibido que su propuesta se infesta de un mensaje moral, adoleciendo de un excesivo espíritu de denuncia y lo que me es inadmisible: parece que estuviera viendo documentales y no ficción.



Puse Clockers en el cd player.

Y después de casi 2 horas, faltó poco para pararme y aplaudir. Ni siquiera me interesó ver el partido de Alianza con Gálvez. Me quedé pensando en la capacidad de Lee para mostrarnos, ahora sin moralina, la fidelidad de una determinada comunidad negra (traficantes de poca monta) de Brooklyn; admiré el trabajado minimalismo de Price (y Lee) en el guión y una vez más destilé fervor por Harvey Keitel, uno de mis actores favoritos.

Lo único que le pido a las adaptaciones cinematográficas de novelas es que respeten el espíritu troncal de estas. Y sé también que es un despropósito intentar compararlas. Para mí son cosas distintas. Clockers como novela es una obra maestra del policial. Y como película es una muy buena película, en la que tenemos a Rodley (Delroy Lindo), un trajinado traficante que tiene a un grupo jóvenes negros que trabajan para él en el parque de un complejo habitacional. Rodley descubre que otro traficante, Darryl, le está jugando sucio. Entonces le pide a Ronald “Strike” (Mekhi Fifer), su discípulo y natural sucesor, que lo mate. Pero “Strike” no ha pasado más allá de coordinar ventas y dárselas de pendenciero. Nervioso y con miedo, se reúne con su hermano Victor. Este le dice que no se preocupe, que las cosas estarán bien, puesto que el “trabajito” lo hará “My Man”.

Darryl es asesinado y a la escena del crimen llegan dos descompuestos detectives de homicidios, Rocco Klein (Harvey Keitel) y Larry Mazzili (John Turturo, quizá en el rol más flojo de su carrera). A primera impresión el asunto no pasa de un asesinato entre negros. Es decir, algo sin importancia. A las horas reciben la información de que alguien ha confesado ser el autor de asesinato. Rocco y Larry tienen que cumplir con la diligencia: entrevistar al asesino. En la entrevista Rocco encuentra muchos vacíos en el discurso de Victor. Los lazos esenciales de lo que dice son muy flojos, como si estuviera escondiendo algo o protegiendo a alguien. Rocco sospecha. No queda conforme con lo que escucha y decide, contra las recomendaciones de Larry, investigar.

Spike Lee elabora varias sociedades que se contraponen. De ellas sobresalen las de “Strike” con Rodney, la de Rocco (el policía bueno) con Larry (el policía malo) y la de Rocco con Victor. ¿Cómo es posible que alguien como Victor, hombre trabajador,  ejemplar, casado, con 2 hijos y con tantas ganas de abandonar el barrio, se haya arruinado la vida matando a un tipo que absolutamente nada le había hecho?, es la pregunta que atormenta a Rocco.

A diferencia de la novela, el desenlace es lo que menos importa. Lo que se impone es la oscura relación, a manera de cofradía, que hay entre los implicados. Uno llega a valorar la lealtad, el silencio cómplice, la atmósfera carroñera, de hastío y desesperación que nos presenta Lee en cada escena de Clockers.

domingo, mayo 27, 2012

viernes, mayo 25, 2012

Muy recomendable: Periódico El Hablador (segundo número)




Luego de un par de horas de gestiones por el centro de Lima, regreso a la chamba y encuentro una bolsa amarilla con cinco decenas del segundo número del periódico literario El Hablador.

Pido un café sin azúcar y prendo un Pall Mall rojo. Me pongo a leer, de manera lenta y despejada.

No recuerdo lo que dije del primer número de este periódico homónimo de la referencial revista virtual, aunque debo decir que el saldo fue más que positivo. Y me pregunto ahora: ¿Qué decir ahora sin caer en la exageración? Pues bien, con la mano en el corazón y sin la más mínima intención de querer publicar en un futuro en cualquiera de los formatos de El Hablador, debo consignar que esta segunda entrega es de lejos perfecta y de cerca casi perfecta.

Vayamos de mayor a menor.

Destaca la buena entrevista de Christian Elguera Olórtegui a Enrique Vila-Matas. Esta entrevista se realizó cuando Vila-Matas estuvo en Lima presentando Dublinesca, hace un par de años. Y para los que aún no tienen la oportunidad de acercarse a una de las prosas más logradas de la nueva narrativa peruana, tenemos el relato “Oz” de Carlos Yushimito. Al respecto debo decir que a la librería viene más de un interesado preguntando por sus libros. Y por momentos siento que estuviera hablando de un autor de culto, ya que su segundo cuentario Lecciones para un niño que llega tarde es difícil encontrarlo en librerías, ni hablar de Las islas, agotado a la fecha.

Prendo otro Pall Mall rojo y sigo leyendo. Disfruto con los artículos de Alejandro Neyra y del siempre polémico José Rosas Ribeyro. Bien escritos y con una sabiduría que no solo se nutre de lo leído (y mucho), sino de esa que proviene de la mirada fisgona e irónica. Ambos demuestran, una vez más, generosidad intelectual y literaria que agradezco. Vuelvo a la primera página y me sumerjo en la crónica personal, cruda y desangelada sobre París, de Nicolás Rodríguez Galvis. Me concentro un poco para detectar la irregularidad de los poemas de Dante Ayllón Bullnes, prefiriendo su poema “Sólo supe hablar”. Y voy a la última página y encuentro la reseña descriptiva de José Carlos Picón, en la que aborda el poemario Sueños de pez o neblina de Teresa Cabrera. He leído la publicación en cuestión y debo decir que Cabrera es una poeta de sumo interés. En más de un punto sintonizo con Picón, pero hubiera preferido un texto más arriesgado. Y por último, el acercamiento (desde lejos) de Mario Granda al actual centro histórico de Cusco, el cual hizo que recordara en algo ciertos pasajes de Limanerías de Juan Manuel Chávez. Granda es inteligente, leído y escribe bien, pero le hizo falta un poco más de entrega vital en pos de la búsqueda del pequeño gran detalle del que dar cuenta.

Muchos de estos textos han sido publicados previamente en el blog de la revista y tenerlos ahora en formato físico no es más que la consecuencia de un proyecto que yace en la difusión literaria, es decir, abarcar todos los senderos posibles para llegar al lector interesado. A esto se le llama Trabajo. Y Trabajo desinteresado porque el periódico es no venal. Lo puedes conseguir en librerías y centros culturales. Aunque yo te recomiendo que vengas al Boulevard Quilca, y busques el Stand 16, cosa que, aparte de llevarte el periódico, hablamos un poco de la narrativa de Yushimito.

lunes, mayo 21, 2012

Nadie escribe de la nada






Este artículo salió publicado hoy lunes 21 en el suplemento Variedades del diario El Peruano.






Hasta los 20 años había leído las obras maestras de los representantes del boom latinoamericano, menos las de Carlos Fuentes. Ahora que el escritor mexicano ha muerto, me pregunto cómo fue que empecé a seguirlo, sobre el primer encuentro que tuve con él y, principalmente, qué es lo que me ha dejado a través de sus libros.

Era una perdida mañana de la primavera de 1999. Caminaba por Larco. Acababa de cobrar un dinero por una traducción. Al llegar al cruce con Benavides, subí en dirección a La Vía Expresa. Ni bien avancé media cuadra, vi el panel de la librería ABC, hoy en día desaparecida. Ingresé como quien mira sin intención, prestándome al placer de querer ser hallado por el libro. Miraba sin mirar. Y sin esperarlo se me acerca la encargada de la librería, Yesenia, quien con los años se convirtió en una de mis mejores amigas. Llevaba un pantalón de lino beige y una cafarena verde oscura. Y me gustaron sus ojos marrones claros. Le pregunté qué libro me recomendaría y ella no dudó en darme Terra Nostra.

Al llegar a casa empecé a hojear la publicación, de poco más de setecientas páginas. No tardé en asociar la impresión con las experiencias lectoras de Paradiso y el Ulises. Y no niego que tuve cierto temor, ya que en esos meses devoraba todos los nombres capitales del realismo sucio. Mis preferencias iban por otro lado. No obstante, crucé información y supe así que Terra Nostra era una silente obra maestra. Mucho más que La muerte de Artemio Cruz, La región más transparente y Aura. Me consideraba un lector vitalista y no me sentía en onda como para embarcarme en experiencias ligadas al metalenguaje. Dos semanas después, me sentí decepcionado de los textos que andaba leyendo y en la soledad de mi habitación, y movido quizá por un influjo irracional, decidí leer Terra Nostra.

Fuentes la escribió gracias a una beca Guggenheim. Y durante años tuve la certeza de que para leerla hacía falta gozar de una beca parecida. Esta novela es asunto serio. Te seca y te reta. Pero tan cierto como ello es también su fuerza centrípeta, capaz de acompañar durante mucho tiempo a quien haya hecho el esfuerzo por abordarla. La empresa lectora me tomó, literalmente, un mes. Le dedicaba cuatro horas diarias, acompañado de un diccionario y un cuaderno Loro en donde apuntaba. Como se colige, fue una labor ardua, pero al acabar terminé con la sensación de que había valido el esfuerzo y el sudor desplegados. Por extraño que sea, Terra Nostra es quizá uno de los mayores logros del Neobarroco, es la extensión hasta la muerte de Cobra y Maitreya de Sarduy, un cachetazo a Paradiso. Novela ampulosa y sensual, de vértigo infinito y con todas las fichas puestas que aseguraban su perdurabilidad.

 Lo ideal hubiera sido que siguiera leyendo otras cosas de Fuentes. Sin embargo, me pasó con él lo que con los grandes: anhelas quedarte con la sensación de dicha de lo leído, una suerte de huida de una posible decepción ante un título que no esté a la altura del que acabas de conocer. Los meses pasaron y mis ganas por fagocitar cine se habían acrecentado. En una oportunidad, luego de ver Ciudadano Kane, averigüé que esta película tenía más de un lazo en común con La muerte de Artemio Cruz. El detalle fue más que suficiente para lanzarme a la novela. Evidentemente, los puentes entre ella y la película eran más que patentes, y pude notar en este segundo acercamiento un aspecto que no había percibido en Terra Nostra: los circuitos y senderos del espectro político, más la direccionalidad del poder como eje. La muerta de Artemio Cruz era una novela política y de misterio. Me gustó, pero confieso que salí un tanto decepcionado y confirmé que debí esperar más tiempo para acercarme a otro libro del mexicano. De allí en adelante comencé a relacionarme indirectamente con Fuentes. Ya sea por el documental sobre Buñuel, por las crónicas de Sergio Ramírez y los ensayos de Enrique Krauze. Todas estas referencias llegadas por azar me hicieron volver una y otra vez al autor. Ahora los resultados eran distintos, Aura, La región más transparente, Cambio de piel, Los años con Laura Díaz y algunas más, eran radiografías de su grandeza como autor de ficción. Eran buenas novelas, aunque no calaran en mis gustos personales. Empero, me reforcé con Fuentes cuando llegué a los ensayos de Geografía de la novela.

Como lector que escribe, siempre voy a tener predilección por los ensayos de escritores sobre el quehacer creativo y la tradición literaria, de la novela en especial. Los títulos se te vuelven importantes por el momento en que los lees. No solo te abren la mente, sino que te expanden el espectro libresco. En mi caso, Geografía de la novela hizo que me acercara a autores y prosapias literarias que veía de lejos, con la idea de leerlos algún día. Este título me sirvió de guía durante años. Obvio, los autores que Fuentes diseccionaba hacían eco de su postura literaria y política, esto suele verse en escritores mayores, que ajustan su discurso a una teoría personal con el fin de ganar más adeptos. Muchas de estas entregas caen en la chapuza, no demoran nada en traicionarse. Sin embargo, Geografía de la novela se perenniza debido a su alcance que no solo se centra en los autores y sus obras, debido a que en cada acercamiento somos guiados a un contexto histórico, social y político. En otras palabras: Fuentes me recreaba una época.

En mi experiencia en el mundillo literario peruano y también en la comunicación que he mantenido con narradores de otros países, la figura de Fuentes no ha sido muy determinante en sus poéticas. Es que se ha leído poco a Fuentes debido, y disculpen el prejuicio, a su imagen de escritor total al que solo le faltó hablar de cocina y automovilismo. Fuentes es a la fecha una imagen lejana para las nuevas voces castellanas.

Veamos, si un aspecto caracteriza a la nueva latinoamericana es su patente y autoauplaudida falta de interés por la política e historia, centrándose más en terruños intimistas que algunas veces toma como telón de fondo los acontecimientos políticos e históricos que han marcado a la región del sur (claro, habría que obviar a los autores que con fines comerciales han hecho uso de estas características en pos de determinados títulos destinados a premios internacionales, tal y como pudimos ver con Roncagliolo, Thays y Juan Gabriel Vásquez). Es decir, una corriente que viaja a la contra de los postulados del mexicano, quien ha hecho de la política e historia la médula de su inalcanzable obra.


Leer a Fuentes es un reto. El lector de turno deberá dinamitar sus prejuicios. Una vez hecho esto, nos toparemos con una propuesta que ha bebido en demasía de lo mejor de la tradición de la lengua en castellano, ya sea en literatura, historia, política y economía. Quizá, debido a su acervo, Fuentes se convirtió en una imagen total, a años luz para muchas plumas en vías de consagración y otras que recién buscan forjarse una obra. Es duro acercarse a Fuentes, pero hay que hacerlo. Uno termina sus páginas enriquecido, sintiéndose más y sabiendo más de la tradición literaria, como si se hubiese viajado en el tiempo en el fuego de la palabra. Y ahora que escribo el texto, no puedo dejar de recordar una sentencia suya que hasta el día de hoy me sigue marcando. “Ningún escritor escribe de la nada. Tenemos una tradición que viene de Cervantes y desde allí hay que partir”. Tiene razón, Terra Nostra es prueba de la sentencia. Si más escritores y lectores conocieran esta novela, a lo mejor Fuentes tendría mayor ascenencia.

domingo, mayo 20, 2012

Más que un policial



Publicado en el segundo número de Estante.






Segundo martes de febrero de 2005.  Me encontraba con el editor David Abanto y los poetas Carolina Fernández y Miguel Ildefonso en el café Domino´s de La Plaza San Martín. Eran las seis de la tarde y teníamos en nuestra mesa a Miguel Gutiérrez, a quien entrevistaríamos para el primer número de la revista “Pelícano”. Antes de empezar la grabación, conversamos de literatura. Entre las cosas que dijo el narrador, pervive una que deberíamos tomar en cuenta: “Cuando un escritor es bueno, tarde o temprano se le reconoce”.

Quién mejor que él, que sabía lo que decía. Si hay algún escritor peruano a quien se le ha intentado acallar, ya sea por razones políticas e ideológicas en especial, ese es pues Gutiérrez. Sin embargo, el tiempo ha sabido poner las cosas en su lugar. Hoy en día su reconocimiento es, con toda justicia, unánime. Y aunque suene a consigna manida: es hora de que se haga conocido más allá de nuestras fronteras.

A la fecha es el autor estrella de Alfaguara Perú. Su novela anterior, Confesiones de Tamara Fiol, fue elegida como la mejor de 2009. Y la última, que comentaré a continuación, se impuso como la más destacada del año pasado, Una pasión latina.

Una pasión latina no es ajena al derrotero de la poética del autor. Si hay un género del cual ha hecho uso, ese es precisamente el policial. Lo vemos en Hombres de caminos, Babel, el paraíso, Poderes secretos y El mundo sin Txótchil. Sin embargo, este recurso es solo un pretexto, ya que la presente novela sobrepasa el mero género, creándose una atmósfera ideal que consigue proyectar el sentimiento de culpa y redención entre los personajes centrales Nolasco Vílchez y Artimidoro Correa. Gutiérrez no solo se solaza con una trama interesante, ya que esta es superada por la interacción entre todos los personajes. Y me quedo con el perfil de Artimidoro, cobarde y pusilánime que lo asume la vida desde la distancia, mostrando solo un mediocre compromiso para con sus supuestas convicciones políticas, ideológicas y éticas.

El narrador de la historia, Artimidoro, nos relata los motivos que llevaron a su conocido Nolasco Vílchez a masacrar a su esposa norteamericana Karen Spiegel. Al mismo estilo que los narradores del policial-enigma, Artimidoro reconstruye la vida de Vílchez. En esta empresa intentará encontrar el “motivo” que configuró el sino del asesino. Ahora, Gutiérrez, sabedor de los meandros del policial, parte de la indagación biográfica para arribar a su tópico recurrente: lo social. Por eso la novela es también un acercamiento a los años de la violencia política peruana (a lo que acaeció en Ayaucho en especial), al racismo y el arribismo.

Gutiérrez es dueño de una obra impresionante. Una pasión latina, firmada por otro autor, sería considerada una novela consagratoria. Pero a Gutiérrez le pasa lo que a los grandes: tiene columnas lo suficientemente fuertes (La violencia del tiempo, título que fácilmente se ubica entra las cinco mejores novelas peruanas del siglo XX, La destrucción del reino, El mundo sin Xótchil), cuyas sombras se hacen sentir en lo último que nos viene entregando.

Lima desde lejos



Reseña publicada en el segundo número de Estante.






Si hay un joven autor peruano al que debamos seguirle la ruta, ese es Juan Manuel Chávez (Lima, 1976). Digamos que Chávez se encuentra muy lejos de los asentamientos humanos de la literatura peruana. No necesita de la fidelidad de los amigos del bar para sentirse “alguien” y en plena vigencia. Tampoco de las gollerías del mundo de la academia. Lo mucho o poco que ha logrado en lo literario es fruto de su formación, inteligencia y evidente talento.

Muchos lo recuerdan como el risueño conductor radial del programa cultural La Divina Comedia, otros lo asocian a sus excelentes conferencias que brindaba en el Británico. Yo lo recuerdo por un robo que sufrió: cuando se le otorgó, en 2002, el Copé de Plata a razón del cuentazo “Sin cobijo en Palomares”.

Chávez es también autor de dos novelas, como la celebrada La derrota de Pallardelle (2004) y la juvenil Allí va el señor G (2009). También tiene en su haber el cuentario Sonríen los desamparados (2006) y la investigación La guerra del Pacífico y la idea de nación (2010).

Ahora nos entrega Limanerías (Casatomada, 2012), un peculiar libro de ensayos sobre Lima, sus costumbres, taras y pequeños grandes detalles. Muy bien escrito, por cierto. En cada página Chávez demuestra su generosidad intelectual y su capacidad de enseñanza. Sumemos también la influencia mayor de la publicación: la deliciosa antología sobre Lima de Raúl Porras Barrenechea, El río, el puente y la alamadea (segunda edición, de 1965; no confundir con la hilacha de Munilibros de 1987).

Sin embargo, el libro no cuaja. Y me preguntó: ¿Por qué no despega si cumple los requisitos para dicho fin? ¿Por qué yo, en calidad de lector, me sentí inmerso en la desazón, sabiendo de las cualidades de Chávez?

En cierta ocasión le escuché lo siguiente a Peter Elmore, el entrevistador le acababa de pedir un consejo para los jóvenes escritores, a lo que respondió: “hay que saber mirar y escuchar”. Esta declaración la tuve presente, como un mantra, al terminar Limanerías. En ninguna de sus cuatro secciones (“Tiempos antiguos”, “Un camaleón entre dos espejos”, “Paisaje peruano” y “Omisiones”) encontré el compromiso vital del autor para con su tema a desarrollar. Su proyecto le exigía un compromiso parecido al de los novelistas de best sellers, como, por ejemplo, meterse en el meollo de las calles y explorar. No sé, quizá salir en las noches y ruquear; emborracharse en el Queirolo; entrar sin pagar, a riesgo que te saquen la mierda en la puerta, al Directorio; pelearse con el negro “Paciencias” en Etnias; bajar la resaca con un ceviche de carretilla entre Wilson y Colmena, irse a tonear al Boulevard de Los Olivos, dialogar con los jóvenes empresarios de Comas… O sea, enriquecer los apuntes del Moleskine con sudor, sobaco, carca y moco, tal y como lo hizo Porras Barrenechea en su ya citada antología. El legendario historiador sabía de sus limitaciones, por eso los textos que firma en su florilegio solo se suscriben a lo que él conoce, no escribe de lo que no sabe, de lo que no ha comprendido.

Estás falencias de Chávez no son cosa menor. Ojalá fueran de estilo y concepto. Ojalá fueran de edición. Ojalá fueran por falta de talento. A los creadores e intelectuales de su talla  hay que exigirles un compromiso vital con su tópico. No podemos quedarnos en “lo interesante”, en la “elasticidad y pulcritud del estilo”, en aplaudir el derroche de inteligencia. No. Todo discurso de no ficción debe nutrirse de consecuencia. Con mayor razón cuando el mismo descansa en la ensayística. Si no lo haces, suenas falso, plástico, sumamente distante…

A medida que llegaba a la última página, tenía la esperanza de encontrar un detalle de relieve, de esos que grafiquen la “huachafería”, uno de los puntos centrales del libro. Y tuve la esperanza de hallarlo en la sección “Paisaje peruano”, en donde somos testigos de un recorrido pormenorizado por cada una de las cuadras del Jirón de La Unión. Me lo imaginaba a Juan Manuel Chávez viendo las galerías, caminando despacio, guardando en la memoria ocular los pequeños destellos que definen a nuestra querida ciudad. Piensa en Valdelomar, en la bohemia literaria y política de décadas atrás, y la compara con el sarao frívolo de hoy. Compra un helado de menta con chispas de chocolate. Hace calor y se arrepiente del helado, que lo necesario es una chelita bien helada y un cigarrito Hamilton para matizar. Llega a La Plaza San Martín… El recorrido ya está hecho... “Lima es sumamente huachafa”, piensa.

A pocos metros de él, vendedores de sebo de culebra, y un poquito más allá unos turistas españoles tomándole fotos al monumento del libertador. Se acerca. Los españoles ríen. A los segundos una decena de turistas franceses también empiezan a tomarle fotos al monumento. Y no demoran en reír. ¿Por qué ríen tanto?, se pregunta. Entonces nuestro autor abre su Moleskine y escribe algo más o menos así: “Debajo de San Martín hay una mujer esculpida, con una llamita en la cabeza. Dice la historia que el alcalde de entonces le había pedido al escultor una llama sobre la cabeza de la mujer, y la única llama que conocía este imbécil era el conocido auquénido. Y allí está, para risa de los que saben mirar.”

Una lástima, detallitos como estos, no figuran en Limanerías.

Gracias, Donna Summer (1948 - 2012)

domingo, mayo 13, 2012

miércoles, mayo 09, 2012

domingo, mayo 06, 2012

Un remate de libros



Era domingo y caminaba con José Carlos por la Benavides. Hablábamos de poesía y de los libros que en los próximos meses publicaríamos. Un par de horas antes habíamos estado desayunando con Buco, en una librería cuya cafetería era lo único rescatable que podía ofrecer.
−A mí me gusta ir a librerías, pero desde hace tiempo no experimento lo que es una grata experiencia libresca. La última fue hace 3 años, en ese remate de libros de La Colmena –dijo el ex poeta.
Recordaba bien a qué se refería. En una tarde de noviembre de 2008 le pasé el dato de un remate de libros en la conocida avenida del centro de Lima. Esa información no llegó a mí de la nada. La tenía gracias a Armando, que en aquel entonces cursaba el último ciclo de Literatura en La Villarreal.
José Carlos fue por su cuenta a dicho remate. Pensó hacer un solo viaje, suficiente como para surtirse de una buena cantidad de libros. Al final realizó 5 incursiones, y de cada una salió con nutridas bolsas.
Cuando fui se me hacía difícil creer lo que tenía ante mí. Sabía que ese local era de propiedad de La Familia. Y confirmé lo que Armando me había dicho: “No te vas a arrepentir, Brother. Hay muy buenas cosas allí”.
Lo que primero que vi fue una torre con títulos de Argos Vergara, de la que pude extraer varios del ciclo Zuckerman de Philip Roth, un par de Reynaldo Arenas, entre otros. Seguí avanzando y encontré una selección de los primeros títulos editados por Anagrama, Alianza Editorial, Seix Barral, Alfaguara (las moraditas), Sudamericana… A 5, 10, 15 soles… Al igual que mi amigo el ex poeta, regresé al día siguiente.
No se sentía el paso del tiempo. Llegaba a las 11 de la mañana y salía a las 3 de la tarde. Y sí barajé la posibilidad de pedir un préstamo para comprarme todos los libros. A los bibliófilos nos pasa eso. Somos presas de las ansias, de la pulsión incontrolable, lo quieres todo para ti y que nadie más sea partícipe de tu dicha.
Mishima, Pound, Aguev, Sarduy, Lezama Lima, Donoso, Dos Passos, Marechal, Pitol, Mutis, Theroux, Sterne, Vonnegut y más, muchísimo más…
−Me sorprende que ese remate haya durado varios meses. Allí compré Los nueve novísimos de Castellet –dijo José Carlos.
Estábamos a media cuadra del cruce de Benavides con La Vía Expresa.
La última tarde que fui al remate, decidí hablar con uno de los encargados. Era un tío de no más de 50 años que lo único que hacía era leer la sección deportiva de un diario de medio sol. Le pregunté hasta cuándo duraría el remate.
−Hasta que se acabe. Quizá seguimos hasta marzo del próximo año –dijo.
Prendí un Pall Mall rojo. La casa de José Carlos queda a media cuadra de La Vía Expresa. Caminábamos ahora más despacio.
−Ese remate refleja nuestra poca cultura libresca. No sé, en Santiago o Buenos Aires eso no duraba ni 5 días. Muchos de esos libros los tengo como tesoros en mi biblioteca.
El ex poeta tenía toda la razón.
Nos despedimos.
Hacía calor y fui a un grifo a comprarme una chela en lata. Y pensé en el local del remate. Me dieron ganas de verlo. No lo recordaba bien pese a que La Colmena está a 6 cuadras de la librería en la que llevo más de 7 meses. Total, era domingo y había poco tráfico.
Tomé el Metropolitano. Un viajecito de no más 10 minutos. Me bajé en la estación Camaná.
Crucé la Plaza San Martín y llegué al lugar del recordado sarao libresco. Saqué mi fiel y añeja camarita digital. Crucé la pista y me ubiqué estratégicamente en las gradas de ingreso de La Villarreal. Apunté y calibré la distancia. Disparé.
Aquel espacio que en su momento albergó lo más selecto de la literatura se había convertido en un chifa.

miércoles, mayo 02, 2012