domingo, septiembre 28, 2014

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Salí de la librería y me puse a caminar por ciertas calles circundantes a Quilca.
Caminaba despacio, fumando, en dirección desconocida, aparentemente desconocida, porque conozco el Centro Histórico como si fuera la palma de mi mano. Tenía suficientes cigarros, cosa que así evitaba la angustia de no tener que fumar. Es que es así: me alejo de las adicciones teniéndolas cerca, mientras más a la mano, no siento la necesidad de echar mano de ellas, porque la ansiedad la puedo controlar.
*
Hace algunas noches también caminaba por estas mismas calles, mi idea era cruzar la Plaza San Martín y dirigirme a un bar que más de uno me viene hablando. La mejor manera de conocer los bares, como quien va al vuelo, es hacerlo solo, como estudiando el terreno, viendo con calma los tragos de la carta, sin ese apuro de pedir como si conocieras los tragos y sus precios. Varias puntas me habían hablado de Olvídate Bar, me decían que era muy bueno, que a ciertas horas de la noche, horas avanzadas de la noche, podía apreciarse el reflejo dorado de los postes que rebotaban dentro del bar desde los adoquines de la calle. Me llamaba la atención el bar, con mayor razón ahora que Pamela, días antes, me había dicho que se trataba de un lugar simpático, pero hipster.
Pamela conoce mejor que yo estas calles y siempre le hago caso, o tomo en cuenta su opinión, en especial cuando me habla precisamente de esos lugares que a uno le mencionan con relativa frecuencia. Me dirigía al bar, cruzando la Plaza San Martín, siendo testigo de los personajes que pueblan la plaza, desde poetas proletarios hasta un pelotón de tracas que te llaman silbándote; escuchando las arengas políticas de los eternos opinantes políticos de izquierda periclitada que sueñan con la revolución armada, observando a los turistas que quieren tomarle una fotografía a la llamita colada en el monumento al libertador. Caminaba pues, caminaba despreocupado y pese a que en varias horas no sentía la tembladera, el ser testigo de lo que ocurre y podría ocurrir mientras terminaba de cruzar la plaza, hizo que buscara en mi mochila la cajetilla de cigarros; palpé los bolsillos y no encontré ni una sola cajetilla, ni un cigarro mezclado entre los lapiceros, nada, absolutamente nada de tabaco.
Se me venía una pesadilla. Creí lo que me decía Pamela y no me interesó conocer el bar, mucho menos estudiarlo al vuelo. Cambié de rumbo hacia Ica, en donde se ubica una tienda que nunca me falla, sea la hora que sea en la noche. Compré una cajetilla, salí de la tienda y paré a un taxi para ir a mi casa. Y una vez en mi casa, hice lo que tenía que hacer, sin necesidad de tener que fumar, alargando lo más que podía ese gusto erótico de no querer fumar, tentado solo por la costumbre, costumbre que a veces gana, pero que ya está aprendiendo a perder.

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