lunes, octubre 13, 2014

155

Me paso los domingos durmiendo, literalmente echado, sea en mi cama o en el sillón. 
Leo y veo películas en el cable. 
Se supone que este domingo sería normal. 
Cerca de las diez de la mañana, recibo una llamada en el celular. Contesté la llamada, con cierta duda porque no tenía reconocido el número, aunque muchas horas después di con que se trataba de un número de teléfono público. Como nunca antes he odiado tanto el celular, pero la culpa fue mía. En primer lugar, no desactivé la alarma y hoy sonó insistentemente y a duras pena hice que dejara de sonar, pero me olvidé apagarlo. De paso aproveché en recoger los periódicos, en prepararme una jarra con agua y en llenar el termo con café. 
Volví al sobre, deseando solamente dormir. 
Pero los anhelos quedaron en eso, en deseos fugaces. 
No tuve opción, contesté la llamada a la vez que me puteaba por haber sido tan huevón de no apagarlo. 
Contesto y escucho un respiro pesado. Al tercer “Aló, buenos días”, puedo identificar una voz que se me hace conocida, como si ubicara el timbre de voz del pata que me pide que le dé el encuentro en media hora en el paradero Apolo de la Av. México. 
En mucho tiempo no sabía nada de El Tigre. 
La última vez que supe de él fue hace cinco años, en una madrugada que llegaba a casa medio borracho y algo sazonado. Había estado en Barranco bebiendo con unos poetas extranjeros que habían llegado para un festival literario, al menos eso era lo que recordaba de esos poetas argentinos, uruguayos y chilenos que gritaban en pos de la revolución y contra la globalización capitalista. Como no tenía para pagar la carrera completa del taxi, el taxista me dejó en el cruce de México con Huánuco, intersección fría, pero peligrosa, poblada de putas adolescentes y cafichos con verduguillo dentro de la casaca. Yo, como si las huevas, pese a la borrachera y la sazón, caminaba, sin altanería, ni forzada mirada de malo, solo con respeto para que me respeten, mirando a los ojos pero sin barrer, como manda el manual, manual que El Tigre me enseñó a respetar desde los diez años. Al llegar a Aviación una camioneta se detuvo frente a mí. De la ventana trasera El Tigre me llamó, se le veía contento. Hasta ese entonces no lo veía desde hacía unos meses y me preguntó si tenía tiempo para ir con él y su gente a comer a un restaurante de San Borja. Como no tenía nada que hacer en las próximas horas, me subí a la camioneta, en donde El Tigre comenzó a contarme de lo que había estado haciendo en los últimos meses. 
Entré a la ducha y me desperecé. 
Salí a su encuentro. Algo me decía que sacara algo de dinero, sentía que aún le debía muchas cosas, cosas que él no pensaba cobrarme, pero de todas maneras pasé por un Agente del barrio. 
Una de las cosas que recuerdo de él es su puntualidad para los encuentros. Siempre a tiempo, ni un minuto más, ni un minuto menos. Esa misma minuciosidad también la percibía en sus negocios. 
Faltaban cinco minutos para la media hora y ya me encontraba en el lugar indicado. Prendí un cigarrillo hasta que llegara. No me fijaba en los taxis ni en los micros, solo aguardaba la aparición de una camioneta, porque El Tigre siempre aparecía en camioneta, porque El Tigre siempre, desde que lo conozco, ha tenido una fijación con las camionetas. 
Veo la hora en la pantalla del cel. 
Ni una señal de la llegada de una camioneta. 
No pienso en nada, ni siquiera en lo que él quiere hablar conmigo luego de años. 
Cuando El Tigre hace su aparición, no lo hace desde una camioneta, sino de un destartalado Tico amarillo, de esos que carecen de placas, de esos que seguramente acaban de ser robados para ser vendidos en partes en San Jacinto. El tajo que cruza el rostro del conductor refuerza mis sospechas. El Tigre baja sin antes darle unas palmadas en el hombro al pata que conduce el Tico amarillo destartalado. 
El Tigre no parecía El Tigre. 
Se me acercó, disimulando el rengueo. Y me abrazó muy fuerte. 
Había salido el sol y llevaba una casaca marrón de cuero, que la tenía cerrada hasta la barbilla. El anhelo de su respiración lo notaba no en su nariz ni en su boca, sino en su pecho, como si estuviera conteniendo una mezcla de sensaciones. 
No era necesario preguntarle qué había pasado, indefectiblemente algo le había pasado. 
Si me había llamado era porque necesitaba de mi ayuda. Era el tiempo de corresponderle toda la ayuda que en algún tiempo me brindó, de olvidarme de su eterna frase que venía sintiendo desde hace más de quince años, “G, eres el tipo más resguardado de Lima, cualquier cosa, hermano, cualquier cojudez, me llamas o me buscas donde ya sabes”. Frase que siempre supuse como una fanfarronada, pero que tampoco tomaba a la ligera porque sabía lo que El Tigre era capaz de hacer con tal de proteger y cuidar, primero a los suyos, y luego a sus amigos que consideraba como si fuera su familia. 
Me pidió que lo ayude. 
Me llevé la mano al bolsillo trasero del jean para sacar la billetera. Pero me hizo una seña, puesto que dinero no era lo que necesitaba. No me llamó para pedirme dinero. 
Sin duda, algo muy jodido le tuvo que pasar en las últimas horas. Tan jodido que ha tenido que pegarme una llamada, a mí, a alguien que no conoce sus códigos. 
Me alcanzó un papelito con varios números e hice las llamadas. En realidad, hice cuatro llamadas. Llamé a su mujer, a su madre y a su hijo mayor que tiene mi edad. Pues bien, en la cuarta llamada, un sujeto de voz ronca, como si sufriera de un cáncer en la garganta, me dijo que estuvieron toda la madrugada tratando de ubicar al Tigre y me preguntó dónde estábamos para recogerlo de una vez. El Tigre me hizo una seña, que lo recogieran en una hora en el local de Doña Lucha, “en una hora”. 
Una hora me pareció demasiado tiempo para alguien que sin duda ocultaba posiblemente una herida en el pecho. En sus ojos se patentizaba el sentimiento de la venganza inmediata. Ahora, lo que siempre he admirado de él es su capacidad para saber administrar sus odios. Lo que él hace no lo puede hacer cualquiera, para hacer lo que hace se requiere de un cierto estado mental, de una armonía cerebral. La posible herida, el dolor que le causaba, era lo de menos. 
Imagino que lo que buscaba de mí era mi tiempo, el tiempo para despejar su mente. 
Me preguntó si quería desayunar. Le mentí diciéndole que ya había desayunado pero que igual lo podía acompañar. 
Se le antojaba pan con chicharrón. 
Le propuse ir a La Rocca, en Santa Catalina. 
Me puse en la esquina para parar un taxi, mientras discutía la carrera con un pata que conducía un Station Wagon blanco, me percaté de que los policías de la comisaría de Apolo saludaban al Tigre. Uno de ellos, quizá el de mayor rango se le acercó y lo abrazó de la misma manera que El Tigre a mí. “No pasa nada. No pasa nada. Otro día quedamos”, le dijo al policía mientras caminaba hacia el Station Wagon. 
Llegamos a La Rocca. 
El Tigre pidió tres panes gigantes con chicharrón, más una Coca Cola helada. Por mi parte, pedí jugo de granadilla con mandarina y un café del día. 
En el curso de media hora hablamos de todo. En realidad, yo le hablé de todo lo que estaba haciendo. El Tigre asentía y de cuando en cuando me preguntaba si “estaba pasando algo”, pregunta que nunca ha dejado de hacerme cada vez que nos encontramos, a lo que le respondía negativamente, porque no está pasando nada, absolutamente nada. 
Cuando estaba por terminar su tercer pan gigante con chicharrón, El Tigre se desconcentró. Ingresaron a La Rocca un par de mujeres, cuyos portentosos culos bien formados en gimnasios resaltaban gracias a las licras que usaban. El Tigre se quedó mirando a la más alta, a la del cabello azabache. 
La llamaba con la mirada. Puso su pan gigante con chicharrón en el platito. 
La miraba con deseo, tal deseo que al cabo de medio minuto obtuvo su recompensa. La mujer alta de cabello azabache se dio cuenta de que alguien la miraba con deseo luciferino, como si percibiera el aroma del sexo salvaje cerca. Ella, como apreciando la decoración setentera de La Rocca, cruzó miradas con El Tigre. 
Bastaron dos segundos para pactar un encuentro en la misma Rocca, el siguiente domingo y a la misma hora, pero ahora con el detalle de que esta vez ella vendría sola y él en otras condiciones, obviamente, sin esa huevada que le hacía tener cerrada la casaca hasta la barbilla, y en pleno sol. Las mujeres se retiraron del café. Y El Tigre volvió a lo que quedaba de su pan gigante con chicharrón. 
Pagué la cuenta y nos retiramos del lugar. 
El Tigre tomaría un taxi rumbo al local de Doña Lucha. Le di veinte soles para el taxi y le compré en la farmacia de la esquina una botella grande alcohol y una bolsa, también grande, de algodón. 
Se despidió con el abrazo más fuerte que haya sentido de todos los abrazos que me ha dado desde que nos conocemos. 
Antes de tomar un taxi de regreso a casa, caminé un par de cuadras, pensando y fumando. 

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