martes, octubre 14, 2014

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En la tarde tuve que hacer un par de gestiones en el mismo centro de la jungla de cemento. Una de ellas era una gestión para mi mujer y la otra la debía hacer con mi padre. 
Salí de la librería en el momento que tenía que salir, cuando más necesitaba despejar mi mente puesto que debía definir los pasos a seguir en los próximos días, como el pasar a Word mis apuntes de la novela El plantador de tabaco de John Barth y en pensar cómo sería la dinámica del conversatorio que sostendré con Marco García Falcón el día miércoles en la librería Communitas, en donde hablaremos de su muy buena novela Un olvidado asombro y de la narrativa peruana última. 
Había quedado en encontrarme con mi padre en la puerta del Reniec, para de allí enrumbar a las gestiones que requerían de su conocimiento y, muy en especial, de su paciencia. Mi padre ha trabajado muchos años en el Centro Histórico y por esa razón es que tiene muchos amigos por allí. Cuando me encontré con él, él se encontraba hablando con un ex colega, el bajito y gracioso Ampuero, que me reconoció a medida que me iba acercando, y que no dudó en abrazarme fuerte, sintiéndome mal porque en tantos años de conocerlo nunca se me ha ocurrido preguntarle, ni a mi papá, por su nombre, porque siempre lo he llamado por su apellido. 
Me di cuenta de que estaba interrumpiendo una conversa de dos amigos, además, no tenía ningún apuro en las gestiones, pese a que las debía de realizar antes de las seis de la tarde. Mi padre me preguntó si lo podía esperar o en todo caso acompañar a comer una ensalada de frutas. Le dije que lo esperaría cerca de la puerta del Reniec. Y así fue, vi a los dos amigos que ingresaban a una de las galerías en donde comerían su ensalada de frutas. 
Por mi parte, me dediqué a fumar y a pensar en Barth y en García Falcón. 
De la reseña de El plantador de tabaco tenía en claro las ideas centrales de mis apuntes y de la novela García Falcón tenía la certeza de que se trataba de una novela de la putamadre, que le hace muchísimo bien a la narrativa peruana última. Mi problema sobre el conversatorio giraba en el tono que emplearía al hablar de la narrativa peruana última, que se ha convertido en un terreno muy sensible, difícil de tocar debido a la fragilidad de los egos colosales de sus protagonistas. Al respecto, sé quiénes son los quedan de la década anterior y quiénes son los que proyectan en lo que va en este decenio y sé también que muchos se resisten a desaparecer, puesto que no aceptan su condición de almas que penan. 
Entonces pensé en estrategias. 
Repasé al vuelo algunas. 
Y tuve una repentina iluminación: Vila-Matas escribe de sus viajes antes de realizarlos, entonces me tomaré la libertad de escribir una crónica del conversatorio antes de realizarse, puesto que de esta manera podría no solo ordenar mis conceptos, sino también aligerar el peso de una furia innecesaria, en saberme tranquilo porque jamás he sido partícipe de la Otra Literatura que ha acribillado a potenciales narradores, que terminaron renunciando, claudicando, del oficio narrativo en pos del autobombo, del relacionismo. 
Así es, llegando a casa me pondría a escribir una crónica sobre lo que será el conversatorio. 
Pues bien, muy cerca de la puerta del Reniec veo a un considerable grupo de personas reunidas. 
Me acerco a ver qué es lo que ocurre. 
Las personas reunidas contemplan a siete perritos chuscos, cuya ternura quiebran hasta el más recio de los presentes. Detrás de los siete perritos un par de chibolos alientan a las personas a adoptarlos. 
Este par de chibolos dirigen un albergue en San Juan de Lurigancho, en donde cuidan a los perros que rescatan de las calles, en donde los vacunan y desparasitan para darlos en adopción. Minutos después mi padre me contó que ese par de chibolos han sido amenazados de muerte por los sujetos que, dos cuadras más arriba en dirección hacia el Congreso, venden perritos y toda clase de animales domésticos, sujetos que ven en ese par de chibolos una amenaza a sus intereses comerciales. 
Llamé a mi madre y le pregunté si quería un perrito. Mi madre me dice que le gustaría, pero que por el momento tiene suficiente con Silvestre y Gringo, mis gatos salvajes rescatados del parque, a los que quiero tanto que no me he atrevido a esterilizarlos, ni siquiera caparlos. 
Mi padre me da el encuentro, lo veo muy feliz, seguramente por la espectacular ensalada de frutas que acaba de comer con su amigo Ampuero. Mi padre me dice también que en casa tienen suficiente con Silvestre y Gringo, pero que hablará con mi mamá para llevarnos uno de sus perritos que nos miran con ternura, quizá la próxima semana. 
Nos retiramos mientras escuchamos los aplausos de las personas puesto que una señora y su hija acaban de adoptar un perrito.

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