jueves, octubre 30, 2014

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Anoche, mientras terminaba de leer un buen libro que había aplazado durante años, La infancia perdida y otros ensayos de Graham Greene, me animé a ir a la turronería de la que un pata me pasó el dato, en la tarde, con mucho entusiasmo. Pero antes debía acabar la lectura, que me devolvió a una época en la que se me dio por leer exclusivamente a los británicos, en esos meses febriles de lectura automática.
En un papel mi amigo apuntó las referencias de la turronería. Debía subir por Tacna hasta Las Nazarenas, doblar a la izquierda y caminar sesenta metros. Había pues una minuciosidad en la descripción, su hipocondría se hacía presente en la manera como explicaba la dirección. Más de una vez he sido testigo de lo involuntariamente insoportable que puede ser con los demás, en especial con aquellos que recién lo conocen. Felizmente, no me afecta ni me molesta su hipocondría, hasta podría decir que me agrada ese apego desmedido por las cosas.
No lo veía en muchos meses, la última vez que conversamos, le di mi opinión de un relato suyo, el cual no me pareció del todo logrado debido al uso desmedido que hacía de las descripciones, era presa de una digresión que se extendía en páginas enteras, pero claro, la digresión no era el problema (hay que ser una bestia para estar en contra de las digresiones), sino su falta de administración interna. Cuando le di mi opinión de su relato, de más de treinta páginas, le recomendé que leyera a Proust y Foster Wallace. Estaba seguro de su parcial conocimiento del francés, mas no sabía si había leído o no a Foster Wallace.
Efectivamente, le gustaba mucho Proust, su escritor favorito, pese a que todavía le faltaban tres libros para completar A la busca del tiempo perdido. De Foster Wallace había escuchado cosas sueltas, pero tomó a bien mis sugerencias. Lo leería en los próximos días.
Y lo leyó en los próximos días, según supe en un mail.
Y ayer cuando lo vi, estaba igual de hipocondriaco, pero distinto en su manera de vestir y algo más ancho, como si hubiese estado en maratónicas sesiones en el gimnasio. Su hablar era pausado, como si pensara al milímetro cada frase. Cuando le pregunté qué había sido de su vida en estos últimos meses, me respondió que había estado consagrado a la lectura de absolutamente todos los libros de Foster Wallace y de todos los libros que este leía. Esa respuesta corroboró mis sospechas y me dije que estuvo bien no haberle hecho el comentario burlón ni bien lo vi entrar a la librería, puesto que llamó mi atención la pañoleta que tenía en la cabeza.
No era necesario que levantara la cabeza a medida que llegaba a la turronería, me bastaba con seguir cada uno de los detalles que había escrito en la hoja rayada que le pasé cuando le pedí las referencias de la turronería.
Llegué a la turronería y compré cuatro kilos.
Sin exagerar, se trataba de uno de los mejores que he probado en años, tal y como lo pude comprobar horas después. De paso, me preocupé y llamé a mi amigo, quizá para hablarle de los peligros de la influencia, o mejor dicho, para evitar un posible suicidio que me tuviera como un bienintencionado responsable. Pero no, mi amigo se encontraba bien, bajo la influencia, sí, pero sin fines autodestructivos. Según él, estaba programando los puntos que abordaría en un ensayo sobre las matemáticas.

1 Comentarios:

Anonymous Anónimo dijo...

Jajaja, buena nota. Creo que hablas de la turronería 'Isabel'. Una de las mejores.

Saludos,

ETC

10:03 a.m.  

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