jueves, mayo 21, 2015

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Y el cielo limeño se pone gris, aunque para que todo sea perfecto, esa grisura tendría que adquirir su equivalencia climática. Aún siento calor y no tengo la más mínima gana de usar chompa o casaca. A lo mucho una camisa abierta para no andar solo en polo y a la contra de los que se abrigan. 
Las horas en la librería fluyen sin más, hago lo que tengo que hacer y me pongo a leer un buen libro de ensayos, al menos esa es la impresión ahora que voy en la página 50, además, me gusta mucho el título del libro, que bien podría funcionar para una novela o un cuentario, quizá en una crónica negra. Disparos en la oscuridad de Edgardo Cozarinsky. 
Del mismo haré una reseña, aunque no sé cuándo, pero allí voy llevando a cabo los apuntes respectivos de un libro del que ruego no se me vaya a caer. Eso es lo que me pasa últimamente: empiezo a leer y me gusta lo que leo, pero dado un momento, la fuerza de la escritura va menguando hasta llegar a niveles de simple carreteo, como si el autor ya hubiera cumplido el cometido de arrebatar al lector de su realidad. Mis sospechas tienen asidero y estas sospechas las aplico al libro en cuestión, por más bueno que me parezca, porque si logra sobrevivir al filtro, mucho mejor, su legitimidad será redonda en todo sentido. 
Escucho algo de música, sintonizo una estación radial en la que solo pasan clásicos ochenteros, al menos en la franja que anuncian de tres a seis de la tarde. De paso, mientras escucho esos clásicos ochenteros, ingreso a los tramos finales del ensayo que llevo escribiendo de Henry Miller, un ensayo que ha vivido en mi mente en los últimos meses, en los que he releído todo Miller, activando los mecanismos de mi memoria, memoria que me llevaba a esos años noventeros en los que no hacía nada, solo leer como una bestia que no tenía la más mínima de las curas, violentado por alguna causa extraña que me llevaba a ser un peligro público, una chispa que rogaba para que le echen kerosene para activarse y de esta manera justificarse en el mundo. En ese contexto fue que leí a Miller. A carencia de héroes, Miller se convirtió en mi héroe, a manera de una metáfora de la resistencia contra un contexto que me significaba muy apático, que no hacía nada para salir del marasmo. 
Lo bueno, y lo supe después, fue que no era el único que leía a Miller. Otros contempos también lo hacían, quizá azuzados por su leyenda de obsceno y pornógrafo, para recalar, felizmente, en lo que sí interesaba de Miller, en lo que quedaba y de sobra, lo suficiente para rescatar a muchos de una muerte en vida.

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