viernes, febrero 27, 2015



jueves, febrero 26, 2015

248


La tarde de ayer me encontraba en el Don Juan, esperando mi Cheesecake de fresa y un espresso, que es lo que siempre pido cada vez que vengo a este restaurante. Supuse que era una buena manera de premiarme por el éxito de algunas gestiones que había llevado a cabo en las últimas horas. Me puse a leer un libro de Quim Monzó, autor de quien llevo años sin leer nada.
En esas estaba, cuando hacen su aparición un par de críticos literarios bien conocidos por su evidente hueveo teórico. Viajan mucho en calidad de críticos, teóricos, algo que no veo nada de malo, pero lo que sí me sorprende de ellos es que a diferencia de otros críticos que viajan, estos no tienen ni un puto libro en su haber. Se hacen llamar críticos, pero no tienen obra, más bien siempre están a la espera de la llegada de un crítico de renombre para hacerle la corte y de esta manera ganarse una recomendación para un congreso en Las Bermudas. O sea, el lustrabotismo en todo su esplendor.
En principio, este par de hueveros de la crítica académica, no me vieron. Me quedé en silencio, esperando que ocupen una mesa cercana al baño. Pero no, estos se ubicaron, luego de dar vueltas buscando mesa, en una para dos detrás de mí.
Tuve que responderles el saludo.
La mirada de uno de ellos, el más ojeroso, me comunicaba que querían hablar conmigo, aprovechando la oportunidad del encuentro. En un segundo pensé en las múltiples respuestas negativas que le daría, pero me di cuenta de que ambos jamás han sido mala onda conmigo, por el contrario, me han invitado a eventos y congresos y en una lejana oportunidad me invitaron a publicar un cuento en la revista que dirigían.
Llevé mi pedido y le pedí a un mozo que me alcance una silla.
Empezamos a hablar de nuestras lecturas en común, que eran muy pocas. Hablaba rápido porque quería comer rápido mi Cheesecake, además, debía regresar a la librería. Aprovechaba los silencios para darme un respiro, veía las agujas del reloj del restaurante. Tenía una imperiosa necesidad de irme, pero demoré un poco más de lo presupuestado ni bien el ojeroso me preguntó si podía participar con ellos en un congreso sobre el cuento latinoamericano que se desarrollaría en mayo.
La propuesta me vino como anillo al dedo, porque de realizarse este supuesto congreso tendría la oportunidad de hablar/escribir de un tema que pocas veces he tocado. Esta oportunidad me servía también para volver a los maestros latinoamericanos de las distancias cortas. No lo niego, la idea me entusiasmó.
Empero, este entusiasmo no me duró mucho, a las justas cinco minutos. El otro pata empezó a sacar pluma de los beneficios que podríamos obtener de los auspiciadores. Según él, tenía muchos conocidos que estaban dispuestos a soltar un generoso billete. Ahora, no es que no me guste el dinero, por el contrario, me encanta. Más bien, no me gusta hablar de dinero cuando hablo de literatura.
Con el ojeroso, la cosa fue más distinta, al menos en apariencia. En un papel apuntaba los lineamientos que tendría el congreso. Conversamos de los autores que hablaríamos, de sus cuentarios medulares, pero a medida que intercambiábamos impresiones, yo era el único que hablaba, era el que monologaba. Supe entonces que sus lecturas yacían en la limitación. No había leído como me lo esperaba, pero me gustaba su esmero en querer aprender.
No creo que dije algo malo. Más bien dije algo obvio, implícito, axiomático.
“Habría que dedicar una sesión exclusivamente a Cortázar. Hablar de su vigencia, de los registros de su poética”, dije.
El comentario que recibí arruinó el disfrute de mi Cheesecake, en realidad, me malogró el día, puesto que ante lo evidente, uno espera recibir su misma reciprocidad, pero no, lo que recibí fue una pachotada que no puedo aceptar en alguien que se las pega de importante en la academia. Uno qué puede hacer ante comentarios que lindan en la estupidez, tipo “No, Cortázar no. Cortázar no interesa a nadie, no vende. De Cortázar ya se ha dicho todo”.
Fui preso de una disyuntiva: ¿le pegaba o no?
Este crítico literario resulta ser un peligro para la literatura. ¿De qué diablos les habla a sus alumnos que lo ven mismo Rey Midas?
Pegarle no era más que un acto de justicia literaria.


miércoles, febrero 25, 2015

247


Anoche me gustó ver la lluvia de verano. Abandoné mi condición de animal tropical urbano para disfrutar de la vista que me ofrecía la lluvia. Eso es lo que me gusta, disfrutar de la lluvia. Tengo pues un rollo con las lluvias, que pensándolo bien, han marcado las experiencias más medulares y peculiares de mi vida, ya sea porque alguien te llama en medio de la noche, o porque te genera curiosidad los rostros de las personas que caminan con cuidado, o debido a que llevan a los pasajes y escenas de las novelas que más te han gustado.
Años atrás fui sorprendido por una verdadera y letal lluvia en la ciudad colombiana de Bucaramanga. En esta ciudad, conocida como “La ciudad bonita”, participé como invitado “especial” del ¿Sexto/Cuarto/Quinto? Encuentro Nacional de Estudiantes de Literatura. Así es, fui invitado a un encuentro de teóricos y críticos literarios de oficio cuando yo, desde ese entonces y antes y como hoy en día, me encontraba en las antípodas del discurso académico. Por un tiempo creí que me habían invitado a manera de provocación. Tanto ayer y hoy, era pues un Don Nadie, pero este DN siempre ha tenido suerte: resulta que a varias alumnas, las responsables de armar este encuentro, les gustó mi primera y única novela en una visita que hicieron a Lima un par de años atrás. O sea, me tenían en la mirada, estudiándome en el blog, siendo testigos de mis constantes peleas con los conspicuos representantes de Poetilandia.
Ofrecí un par de conferencias: en la Universidad Nacional de Santander diserté sobre las novelas de la violencia política en Perú y en la Universidad Autónoma de Bucaramanga ofrecí una conferencia sobre la nueva crónica latinoamericana, que tuvo un título por demás efectista.
En esos días, en los que tenía que participar, me guardé como un intelectual responsable en el Hostal UNAB. Cumplí bien con lo que tenía que cumplir e inmediatamente después me dediqué a conocer y disfrutar de la ciudad. Varios patas y flacas colombianos me advertían de los peligros del clima, que no debía andar solo por las calles, tal y como lo estaba haciendo. Prácticamente me perdía adrede en las calles, experiencia que me dejó la grata impresión del espíritu festivo del colombiano, que es lo que más me gusta de este pueblo, pero también tuve la impresión de que este pueblo tiene el ánimo polarizado, porque así como es capaz de quererte es también capaz de odiarte. El colombiano no es como el peruano, ducho en la hipocresía.
Durante mi  estancia conocí la fuerza de la lluvia de Bucaramanga. Era una fuerza que la podía resistir, así lo pensé durante varios días. Sin embargo, en mi penúltima noche, mientras regresaba algo sazonado por el alcohol y la marihuana, retumbando en mi cabeza toda la salsa bailada, la lluvia me agarró desprevenido, también los rayos, que cruzaban los edificios ubicados en la cordillera verde que rodea la ciudad. Debía subir por las escaleras ubicadas entre esos edificios y me percaté de que era el único ser humano en ese momento. Las gradas se habían convertido en falsos canales que contenían el agua de lluvia, agua de lluvia que hizo que resbalara y cayera en diagonal casi siete metros.
Caí y perdí el conocimiento... Desperté después de diez segundos. No me moví porque no hay que moverse cuando tienes una caída aparatosa, sino esperar a sentir el cuerpo libre de lesiones. Eso es lo que hice. De a pocos movía el cuerpo y me puse de pie. Tenía que llegar a la Carrera 33, y hacia ella fui, pero a menos de diez metros supe que me faltaba el pasaporte.
Chuchadesumadre, dije.
Regresé al lugar en que caí. No había rastro de mi pasaporte. Lo peor: ya me veía bajando hasta la Carrera 44, pues el agua debió arrastrar mi pasaporte. Pero no, no bajé hasta la 44. El agua también caía en los jardines de los edificios cercanos de donde caí. Busqué el pasaporte sumergiéndome en el lodo. Meses después recordé, para mi pesar, que mi desesperación debió ser parecida a la de John C. Reilly en Magnolia, en la escena en la que este se le pierde su arma de policía. A diferencia de C. Reilly, encontré mi pasaporte. Se lo tuve que arrebatar a un insecto que se lo cargaba a no sé dónde.
Subí las escaleras.
A llegar a la 33, prendí un cigarrito mojado y llegué al bendito Hostal UNAB. Al verme mojado y enlodado, el portero, un viejito simpaticón, me preguntó qué me había pasado. Al escuchar mi historia, me dijo que era muy adrenalínico, que no debía confiar tanto en mi suerte, que por algo no hay un alma alguna a estas horas de la madrugada. “Estas lluvias son tramposas. Han matado a muchos”.
Me sirvió café y me entregó toallas. Conversamos un rato en la cafetería del hostal. No tengo presente lo que me contaba, yo solo miraba la glorieta del hostal, su fino acabado y el agua que resbalaba y caía por su fisonomía. Pero lo que sí tengo presente fue lo que me dijo antes de entrar a mi habitación: “descanse bien, joven limeño salvaje, disfrute de la habitación que hace un par meses ocupó Jorge Luis Pinto y un año atrás Carlos Monsiváis”.

martes, febrero 24, 2015



246

Terminé agotado luego de conversar con un joven narrador que quiere publicar su libro ya. Al parecer, y pese a mis advertencias, editará su primer libro con supuesto editor que tiene la mala fama de estafador, y no solo en la ciudad sureña de la que proviene; además, hace de las suyas con los fondos editoriales que vienen creando los gobiernos regionales. Estos fondos no son producto de una política cultural, sino una suerte de pretexto para justificar el gasto de dinero. Tienen tanto dinero los gobiernos regionales que en algo deben gastar, exhiben, de paso, una logística que es toda una chanchada, un patada al criterio, porque si la gente de conceder el dinero fuera responsable, harían el trabajo de la forma que tiene que hacerse, con una convocatoria seria, pero no les interesa hacerlo, porque si no fuera así, no otorgarían dinero al primer imbécil que se hace llamar editor. 
Este joven aspirante a escritor me tenía cansado con su cháchara, creyó que iba a alegrarme con lo que me contaba, pero no, más bien me hizo enfadar, su estúpida ingenuidad era lo que me sacaba de quicio. No quería seguir hablando con él, para qué perder el tiempo con un papanatas que no entiende, que vive cegado por la mentira que le ha hecho creer el estafador que tarde o temprano se quedará con su dinero. 
Con la gente que no quiere escuchar y recibir sugerencias, lo mejor es alejarse, huir de su mediocridad, así esta se pinte de ingenua. Esa es mi ley: no contaminarme con miserias éticas ajenas. 
Horas antes, en realidad en la mañana, a golpe de once, presencié el matrimonio civil de un par de amigos. La ceremonia, que fue rápida, tuvo lugar en un bonito ambiente de una municipalidad local. Si la memoria no me falla, es la primera vez en mi vida que voy a una municipalidad, o sea, a un matrimonio civil. El ambiente estaba acondicionado para esta clase de eventos, ni hablar del aire acondicionado, que por un momento hizo que me olvidara del calor y la humedad de mierda que caracteriza a esta ciudad. 
Luego nos fuimos a comer. Pero no solo a comer, sino también a beber un excelente vino. Eso es lo que hice toda la tarde, beber vino y comer como un hambriento, con mayor razón cuando la comida estaba no menos que deliciosa. 
A eso de las cuatro de la tarde me acordé que debía cumplir las responsabilidades. Me despedí de los recién casados y de los presentes y me fui a abrir la librería. 
En el trayecto a la librería, sentado en el asiento delantero del taxi, y recibiendo la inclemencia del sol y el viento que logró que el polvo bañara mi cara, hecho que me hizo sentir la imperiosa necesidad de tirarme de una vez a la primera piscina que viera en mi camino, pensaba en que posiblemente haya sido un error en retirarme de la reunión para cumplir mis deberes. 
Felizmente, en el nuevo local de Selecta siempre tengo a la mano una muda de ropa, de la única que me justifica cómo pasar los veranos, lo más fresco que pueda. Con la ropa que llevaba puesta no la hacía, debía cambiarme, sacarme el sudor reseco en mi espalda y brazos, airearme de la pesadez húmeda de la canícula. 
Me cambié y mojé la cabeza. Estaba relativamente listo para abrir la librería, al menos durante tres horas que pensaba aprovechar como tenía que aprovecharse. 
Al ir a Selecta recibí un par de llamadas en el celular. De la primera no reconocía el número. Por un momento pensé que no valía la pena responder la llamada de quien no sabía quién era, pero lo hice finalmente. La voz, una voz a lo mejor andrógina, me ofrecía una promoción de Movistar. Muy amablemente le dije que no me interesaba la promoción, pero la voz insistía en que acceda a la promoción. Debí colgar de inmediato, pero de hacerlo iba a ser peor, ya me ha pasado que cuando me niego a algo paso inmediatamente a ser víctima de acoso. Decidí pues escuchar la propuesta mientras comparaba una botella de medio litro de Coca Cola helada. Después de treinta segundos, hubo un silencio entre la voz y yo y cuando me preguntó si me interesaba en la promoción, le dije que no. 
No niego que ese tipo de llamadas me incomodan y no seré el primero ni el último en maldecir su frecuente inoportunidad. Después de esa llamada no creí que fuera a pasar otro mal rato, pero claro, he aprendido en no confiarme, nunca esperé la llegada de ese joven aspirante a escritor que cuanto antes deseaba tener su libro publicado. Sin embargo, la culpa era mía, solo mía, ya que no debí abandonar la reunión de mis amigos recién casados, debí quedarme con ellos y los suyos, bebiendo buen vino y comiendo como un agradecido famélico.

lunes, febrero 23, 2015



JDT

Por medio de un artículo de Alonso Cueto, en La República, me entero del fallecimiento de la narradora peruana Julie de Trazegnies, autora del libro Maldita sea (Planeta, 2008). 
Me es imposible no dejar de sentir pena, una pena que bien puede ser profunda, tratándose de una persona joven y de quien tenía un buen concepto pese a que no éramos amigos, y a quien solo vi en persona una sola vez, en el 2012, en un evento realizado por el Centro Cultural de España de Lima. En ese evento, si mal no recuerdo, se abordó la narrativa peruana escrita por mujeres y participé en él a razón de Disidentes 1, mi antología de narradoras peruanas que aparecieron a partir del 2000, antología en la que incluí un cuento de Julie, “La espera”. 
Sin duda, la mejor manera de recordar a los escritores, a los buenos, es leyendo sus libros. No sé si a la fecha pueda encontrarse Maldita sea, puesto que le fue muy bien en ventas, a pesar de no tener las suficientes reseñas que sí merecía. Pero bien vale el esfuerzo de buscarlo, sus cuentos irradian más de una epifanía y, en lo personal, me hacen barajar la idea de que la autora no solo escribía bajo fines estéticos, sino también como una manera de luchar contra el dolor. Varios cuentos suyos exhiben un oscuro poder de remecernos, algo que no me sorprende, porque lo suyo era narrar, transmitir, y para ello no dudaba en dejar la piel, el alma y el corazón en lo que escribía. 
Tuve también la oportunidad de hacerle una entrevista. Me gustaría que la puedan leer, cosa que así tendrán una idea de qué iba su poética, y se animen a leer Maldita sea.


domingo, febrero 22, 2015

"pista resbaladiza"

Quizá uno de los libros con los que más me he sentido identificado, quizá el libro que alguna vez me gustaría publicar, aunque para ello, tendría que exhibir una mirada más desarrollada, por no decir escéptica, muy ajena a la frivolidad. 
Sin duda, cuando acabé, hace varios meses, la lectura de Pista resbaladiza (Ediciones UDP, 2014) del chileno Roberto Merino, me propuse no comentarlo durante un buen tiempo. Más o menos eso es lo que suelo hacer, los libros reseñables ingresan a un obligado descanso en el que me olvido de él y así, cuando tenga que volver a sus páginas, me haga de una visión libre de las trampas del impresionismo inmediato. 
Los meses pasaban y me preguntaba cuándo escribiría sobre esta selección de artículos y crónicas de este autor, artículos y crónicas que permanecían en mí tal cual resonancia de seis de la tarde, viendo el paso de la vida de los otros y de la mía, intentando enfocarme en el detalle que bien podría justificar una vida, aunque no necesariamente para bien. 
Desde el primer texto (anotemos que la presente selección estuvo a cargo de Andrés Braithwaite) es posible percibir la transmisión que nos depara la mirada de Merino, una mirada que, como señalé líneas atrás, viene cargada de escepticismo, o llámalo también, de un cargado espíritu crítico. Merino disecciona la vida de los otros desde todos los espacios posibles, sea desde un café de Providencia, como desde las páginas de un diario, por medio de una canción que escucha en la radio o desde la conversa al paso con algún amigo o conocido. 
No, no estamos ante una publicación que obedece al recuento de impresiones. Lo que leemos en estas páginas es alta literatura condensada que nos lleva a conocer a un autor que ha hecho del texto de no ficción un terreno epifánico para todo interesado en este registro de escritura. Es decir, y sin exagerar, te hablo de un maestro, pero de los que no pretenden contentar a la platea; hablo de un maestro que muere en su ley, es decir, respetando su mirada, algo que no debería destacarse cuando hablamos de escritores de raza, pero resulta necesario hacerlo cuando vemos que la escritura del contentamiento viene marcando la pauta, y no necesariamente en los textos de ficción, sino también en lo que llamamos, a falta de otra definición y cayendo en el vulgar lugar común, literatura de no ficción. 
Merino no es presa de ese relativo y nuevo afán que pauta el comportamiento de muchos escritores relativamente mayores que se entregan al maestrismo de las nuevas voces, cosa que así se aseguran alguna referencia cuando los años hagan pesar su factura. Al menos, esto es lo que veo desde hace un tiempo, el escueleo de los mayores, con promesas veladas de canonización para los alumnos interesados. Hay pues en los textos de la presente publicación una verdad que diferencia a su hacedor como uno peculiar y original, no solo sus textos hacen alarde de una verdad, sino esta verdad descansa en la legitimidad que irradia su escritura, legitimidad que solo unos pocos pueden conseguir. Esta legitimidad  la presenciamos en un sendero que recorre cada línea, sendero que direcciona los tópicos que alimentan la poética de Merino. Me refiero a la libertad de decir lo que piensa sin pensar en lo que dirán los demás. Esta libertad, más la mirada afinada, dotan al estilo de su poética de un rasgo que lo perdura y lo aleja de la fugacidad de la media que caracterizan a los textos periodísticos, además, el autor se sabe muy bueno en lo que puede ser bueno, en la brevedad del formato, he allí el secreto de su éxito y su ambición, involuntarios para más señas.




sábado, febrero 21, 2015

245


Mañana de sábado. No sé si estoy de boleto, pero igual abro la librería. Los excesos de madrugada no son obstáculos para abrir la librería. Durante un tiempo se puso de moda una frase de Bryce: “Soy un borrachito con agenda”. La escuché en esas épocas en las que era un actor de reparto de la escena literaria local, que no es la gran cosa como piensan muchos aspirantes a escritores, puesto que esta escena literaria es igual a una película chambona de bajo presupuesto.
Supongamos que fue en una perdida noche de abril del 2000. Me encontraba en un bar de Barranco, en donde se estaba celebrando un recital de poesía, el cual puedo calificar de relativamente memorable puesto que los poetas noventeros y ochenteros que se dieron cita leyeron sus Hits. Fueron a la fija y no se refocilaron en leer poemas que estaban trabajando y que, por lo tanto, exhibían una implícita baja calidad acicateada por la inmediatez y el figuretismo.
Me uní a un grupo de asistentes, en donde dictaba cátedra un referencial poeta setentero que, al igual que yo, había ido al recital. Sobre la mesa, al lado de la canchita y su Margarito, la página fotocopiada del diario en donde estaban las declaraciones de Bryce. Este poeta, que no tenía idea de lo que Bolaño decía de él en su celebrada novela, decía que él era como Bryce: un borrachito con agenda. A diferencia de Bryce, según él, su obra era mayor en comparación del famoso narrador, porque lo suyo no solo era la poesía, también el ensayo, la narrativa y el discurso matemático. Sin darme cuenta, y ahora lo reconozco después de muchos años, hice mía esa sentencia, al punto que hizo de mí una persona disciplinada más allá de los excesos característicos de la edad.
Recuerdo esta sentencia al ver a muchos potenciales narradores y poetas, que si se desahuevaran, tendrían una obra mayor que los figurones de obra mediana. Potenciales narradores y poetas perdidos en las acequias del alcohol, la pasta, el cloro, el moño rojo, que deambulan duros por los bares y recitales, mostrando una infatigable lástima. Más de uno me ha confesado que anhela abandonar ese ritmo de vida y reforzar aquello que muchos pensábamos de ellos en el inicio del apego a la vocación. Han pensado en rehabilitarse, pero cuando los veo, tengo la certeza de lo siguiente: no necesitan una rehabilitación, sino fuerza de voluntad para dinamitar su flojera y así llevar a la práctica, a lo real, su entusiasmo.


viernes, febrero 20, 2015

244

Llevo semanas, a lo mejor meses, pensando en la posibilidad de escribir un pequeño ensayo que me lleve a cuestionar la actitud de los escritores peruanos aparecidos a partir del 2000. Digamos, en especial, que ese ensayo, en caso de que me animara a escribirlo, abordaría a mis compañeros generacionales. 
Mientras pienso en esa posibilidad que seguramente me traerá más de una enemistad declarada y resentimiento vitalicio, me pongo a pensar en lo que hablaba ayer con el poeta y narrador José Rosas Ribeyro, a quien creía en París, pero que viene a Lima, sin avisar, para visitar a los amigos. Si no me equivoco, en más de un año que no sabía de él. 
A diferencia de muchos escritores que conozco, bien puedo decir que José es un gran lector. Ese quizá sea el punto de encuentro, el entendimiento entre las muchas e insalvables diferencias que tenemos en relación a ciertos aspectos de la vida y de la ridiculez de los otros. 
Llamó mi atención que al percatarse en los anaqueles que conforman lo que es la literatura peruana, impere en ellos las novelas cortas, al menos las más celebradas últimamente. ¿A qué se debe ese apego por la novela corta, siendo un formato tan difícil? ¿Qué secreto encierra la brevedad? ¿Acaso facilismo? 
Esa misma inquietud, aunque con entendibles matices, la conversé con el crítico literario Dorian Espezúa, en un perdido sábado de hacía cuatro meses. Dorian asociaba esta escritura con la influencia solapada de la escritura virtual, en donde la condensación de la escritura como tal va relacionada con la esencialidad del pensamiento, lo que generaba pues una falta de ambición, que no lo vemos en otras manifestaciones artísticas, sino precisamente en la escritura de cuentarios y novelas. Su idea me pareció más que atendible y quise escucharlo más, pero no pude, porque tuvo que salir de la librería y evitar así a Philip Roth, que rondaba por Quilca. 
Nunca he tenido problemas con la brevedad en novelas. Lo que sí me resulta pernicioso es el hecho de que se esté convirtiendo en una moda, que refuerza el ánimo de muchos letraheridos en ciernes que quieren ver publicado su libro ya, aspirando a una realización que los justifique ante la familia y el barrio. Claro, estas ansias de hacer literatura a lo bestia tendrían su límite si no existieran editores dispuestos a publicar cuanto borrador lleguen a sus manos.


jueves, febrero 19, 2015

243

Atravieso días bastante ajetreados en Quilca, pero ello, el cansancio tan característico del verano, no medra en las ganas de querer hacer las cosas bien. Al menos, mi idea siempre ha sido la siguiente, la misma que trato de respetar: si vas a perder, pierde bien. No me gusta hacer las cosas a medias, o lo das todo o simplemente no das nada. 
Como quiero cuidar mi mente del mal gusto y de las malas vibras, no leo los periódicos, solo los junto para enterarme de las noticias después de sucedidas, de paso, afino mi percepción de la realidad, ya que me he dado cuenta de que soy muy malo, pésimo, para analizarla. La inmediatez me traiciona y ya he tenido más de un problema al respecto, además, debo aceptar que tengo una admiración por los opinantes de la inmediatez. Muchas veces me pregunto en dónde guardan el secreto, cómo se refuerza el secreto opinativo, qué motiva a estas mentes a convertirse en salvajes lectores de la realidad. 
Lo que sí leo de los periódicos son algunas columnas, como las deportivas de El Bocón, las del Búho, de quien ya sé su nombre completo, aunque la verdad es que lo intuía desde hace un tiempo, pero guardaré el secreto, no le diré a nadie cómo se llama el columnista que leen cientos de miles de peruanos. A veces, solo a veces, resulta conveniente decir las cosas desde el disfraz, pero solo cuando quien escribe se ubica en el terreno de la legitimidad. 
Hubo un tiempo, no muy lejano, en que un escritor intentó hacer crítica literaria usando un seudónimo. Quincenalmente escribía reseñas en un portal muy leído y por lo que le leí, puedo decir que se trataba de un tipo muy leído, pero a quien los sentimientos menores lo desbordaban. Ese era su problema, sus reseñas no se leían como tales, más de uno se lanzaba a ellas tras los ataques y mensajes que podían encontrarse entre líneas. Por otra parte, no había que hacer mucho esfuerzo para constatar que buscaba asentar su referencialidad como narrador, al punto que a la fuerza buscaba su canonización. 
No le guardo rencor alguno. Más bien le agradezco por el tiempo que me dedicó en una reseña y en un recuento. Ocurre que las críticas negativas me resbalan, y desde siempre. Pero lo que sí me apena es que descubrí tardíamente quién era, pese a que muchos, entre ellos amigos suyos, me habían dicho de quién se trataba. No será ni la primera ni la última vez que un escritor quiera hacer justicia literaria. No veo nada de malo en esta actitud, siempre y cuando se haga mostrando la carita. Pero si en caso no sea así, hay que ser irónico e intentar ser objetivo, como lo es El Búho. Pero no, todo escritor de verdad es presa de una maldición, por más que intentes disfrazarte, serás víctima de tu marca de agua, tu estilo.

martes, febrero 17, 2015



242


En la mañana Silvestre se puso inusitadamente violento. Sus maullidos retumbaban en toda la casa. Me encontraba tendido en cama, leyendo Notas sobre Literatura inglesa de Lampedusa. En realidad, recién había abierto el libro, no llevaba ni cuatro páginas cuando me tuve que levantar y ver en el patio qué generaba el ruido que Silvestre estaba haciendo.
La puerta trasera de la casa estaba abierta, mis padres estaban en el parque, discutiendo qué hacer con la caja de gatitos que alguien nos acababa de dejar en la mañana, según el vigilante, que no vio quién dejó la caja y que solo vio la misma a las seis y media.
En esa caja dormían cinco gatitos. Ellos generaban la molestia de Silvestre, que por primera vez se veía amenazado. No uno, sino cinco gatitos le arrebataban la exclusividad de atención y afecto de mi madre, que se sentía mal porque no podíamos tener más gatitos en casa. Esta pena se reforzaba ante el hecho de no saber cuál sería el futuro de esos animalitos que no habían pedido venir al mundo y cuyo padre seguía haciendo escándalo en el patio. Hace un tiempo una vecina me había amenazado con dejarme una caja con gatitos si Silvestre seguía cortejando a su gata, Miluska.
Me acerqué a la caja y vi a los gatitos. No lo pensé mucho. Eran los hijos de Silvestre, su tácita fotocopia.
Algo se tenía que hacer. Para eso, mi padre había ido a comprar leche para los nuevos bebitos. Mi mamá se preguntaba quién pudo dejar esa caja, y cuando dedujo quién, pensó en reclamarle a la dueña de Miluska. Pero le pedí que no haga nada, sino que nos aboquemos a una solución.
Había que conseguirles un hogar ya. Pero cómo, si ni siquiera estaban vacunados, entonces la búsqueda de un hogar demoraría algunos días. Mientras pensaba en la solución, Silvestre seguía maullando y regresé al patio a hablar con él. Al parecer, él no se acuerda cómo llegó a nuestra casa, metiéndose en un acto de viveza, poniendo cara de desamparado hasta ganarse el cariño de mis padres, y el mío también.
Una de las cosas buenas que trae el contacto diario con el público, es que llegas a conocer personas con las puedes contar. Llamé a Yolanda y le conté lo que había pasado. Yolanda es veterinaria y dirige una casa hogar para animales desamparados. Quedamos en que me llamaría en media hora, pero recibí su llamada a los diez minutos. Me pidió mi dirección, puesto que uno de sus colegas pasaría en su camioneta por los gatitos para vacunarlos y desparasitarlos. Más un detalle, ya les había conseguido hogar.
Puse a los gatitos en otra caja. Los llevé al recibidor de la casa. Esperé la llegada del colega de Yolanda leyendo el libro de Lampedusa. Silvestre estaba cerca, rondando, con furia, cólera, sin maullar porque le había prohibido maullar.
Cuando recogieron la caja con los gatitos, Silvestre se tranquilizó. Buscó a mi papá y se puso a dormir a sus pies.


lunes, febrero 16, 2015

241


Domingo de descanso y sueño. Me levanto tarde, con la idea de leer y escuchar algo de música. Felizmente, este ha sido un día de sol calmado y he bebido miles de litros de agua helada. Y también he fumado menos, algo que me parecía imposible conseguir, aunque sé que tarde o temprano me pondré a prueba ante las llegadas de las tembladeras de la ansiedad.
A eso de las dos de la tarde me llama una amiga que me pregunta por un asunto muy puntual, por un dato bibliográfico que viene trabajando una tesis sobre Valdelomar. Obvio que la voy a ayudar, cuando me haga de tiempo en los próximos días, pero resulta que ubico el dato que buscaba en uno de los libros que estaba leyendo. Entonces, me conecto al Face para mandarle un Inbox y así darle las coordenadas de lo que busca.
Mi idea es parar a lo mucho diez minutos en mi cuenta. Pero no es así. No sé si haberme quedado un rato en el Face fue bueno o malo, de alguna u otra manera, este post obedece a lo que vi, porque lo que vi me hizo pensar en lo cagada que está nuestra intelectualidad de izquierda y sus eclécticos representantes del mundillo literario peruano.
Una bronca virtual entre dos escritores y un artículo de Jeremías Gamboa llamaron mi atención (no puedo poner el enlace porque no estoy suscrito a El Comercio). En su artículo, Gamboa nos habla del racismo. Presto especial atención a una idea que bien puede pasar desapercibida, más o menos así: los que luchan contra el racismo son los primeros en avivarlo.
Quien esto escribe conoce, ahora sí para mal, a muchísimos escritores e intelectuales abiertamente de izquierda que nunca faltan en marchas, manifestaciones, que, además, no titubean al momento de firmar un documento colectivo, siempre y cuando ese documento venga amparado por una firma de renombre.
Una de las razones que me llevaron a alejarme de esta gente fue precisamente la verdadera bestia que llevaba dentro, que salía a flote en el confesionario estimulado por el alcohol. Lo que me aterraba era su racismo solapado, en principio, para luego ser abierto y por demás descarado. Una persona de izquierda en el Perú no duda en pasarse la coherencia del discurso por los huevos. Les llega altamente. Eso me consta y ya quiero ver al Kamikaze que salga a desmentir lo que digo.
Para mí, el racismo es el principal problema que tiene este país. Mucho más jodido que el de la delincuencia, la falta de cultura, etc. Es pues la gangrena que ha viajado por nuestras generaciones durante siglos, está prácticamente en nuestro ADN. En parte me parece ideal que se discuta este tema, pero cada vez soy más partidario de reprimirlo a la mala, en donde más duele. Pues bien: ¿qué hacer con estas bestias y pequeñas bestias que dicen buscar el bien común y que son los primeros en marketear su racismo, bien por chispoteadas no presupuestadas o porque no pudieron controlar su cólera?
Cuando vi en Face la pelea entre estos dos escritores peruanos, en donde cada quien soltó lo mejor/peor de su arsenal verbal, puse atención en lo que decía el hombrecito de izquierda, mostrando a la platea su fétida esencia, su racismo a flor de piel, su vulgar valentía que solo puede ser patentizada en un medio virtual, porque en la práctica, en la realidad de la calle, no es más que un cobarde, un ducho en insultos y bajezas dirigidas a hombres y mujeres, incapaz de pedir disculpas.
Lo he dicho varias veces, y una vez más no le hará mal a nadie: si la izquierda de este país fuera normal, o sea, con sus problemas y demás, pero ante todo normal, como sí lo es en otros países, no tendría problema alguno en abrigar el discurso de la izquierda local. Mientras tanto, prefiero que me llamen derechista ultramontano, calificativo que me lo paso por los huevos.

domingo, febrero 15, 2015



240


Días atrás me encontraba cerrando la librería. No estaba cansado, pero tampoco estaba con mis fuerzas intactas. Lo único que deseaba era regresar a mi casa y terminar la lectura de El amante bilingüe de Marsé, novela que no había leído de este tremendo narrador.
Puse el tercer candado y recibo la llamada de un pata que me dice que un par de amigos están a punto de sacarse la mierda en el Don Lucho.
Que dos amigos míos estén a nada de sacarse la mierda, no me resulta novedoso.
No iba a ir, pero fui, porque el bar se encuentra en el camino inmediato de regreso a casa. En el trayecto pensaba en qué pudo desencadenar esta pelea. ¿Acaso una mujer?, ¿una deuda?, ¿o una simple pelea de borrachos exaltados por una opinión superficial?
A siete metros del Don Lucho, me volvió a llamar la misma persona que me alertó de la pelea, a quien le pregunté quiénes eran sus protagonistas. Tanto X e Y no se conocen, pero ambos son mis amigos. Los conozco bien y no son violentos, son más bien voraces lectores que en alcoholes atizan su natural festividad.
Deseché pues las posibles razones de la pelea.
Y por más que lo intenté, no podía desterrar de mi cabeza de que la razón fuera una soberana ridiculez.
Así es, sin tanto gasto de neurona, se trataba de una ridiculez.
Pasaré de largo, me dije.
Ni siquiera miraré el bar.
Pero al pasar por en medio del bar, X e Y cayeron a menos de treinta centímetros de mí. X, por ser más joven, tenía dominado a Y, varios años mayor que X y mucho más diezmado que él, debido a su afición diaria por el alcohol, la pasta y el cloro.
No tuve opción. Me acomodé la mochila en la espalda y me ajusté los lentes. Cogí a X y lo levanté de la nuca, de la misma manera como hago con mi gato Silvestre cada vez que se pone espeso. Esa era la acción, hacer lo que se tiene que hacer: dejarlo con sus patas, decir algunas huevadas al vuelo e irme.
Pero Y aprovechó que tenía cogido de la nuca a X para propinarle un puñete en el pómulo derecho. Tuve que actuar de inmediato y empujé a Y. En el empujón sentí una huevada frágil en su pecho, que latía, despacio, amenazando con apagarse. Le dije que se dejara de huevadas y que me acompañara porque se me acababa de antojar  una porción de anticuchos. En el camino estuvimos hablando de generalidades, dignas de jueves en la noche.
Cuando veía que Y disfrutaba del último pedazo de su anticucho, le pregunté por qué estaba peleándose con X. Dudó en responder más de la cuenta, más de lo normal, con mayor razón ante alguien a quien siempre ha considerado su amigo. Después de algunos minutos, desconcentrado por la ausencia de los anticuchos y presa de la desconexión existencial, Y se puso a llorar. El llanto le duró más de tres minutos. Desfogó la mierda que lo carcomía y tuve que escucharlo, escucharlo durante un par de horas, más o menos.

sábado, febrero 14, 2015



viernes, febrero 13, 2015

239


Con el tiempo he llegado a la conclusión de que no hay cosa que deteste más que el autobombo, el mero hecho de que uno alardee de sus logros, y lo peor, que se le celebre por interés.
Al menos en el Face, lo veo a diario, y sé quién es quién en este mundo de zalamerías y sonrisas forzadas, sé quiénes son los que viven dependiendo de la aprobación de los demás. Vemos pues las peleas entre escritores, diciéndose de todo, poniendo de manifiesto la política del Like. Porque hay una política del Like, basta un clic para adherirte a la causa, para estar en paz con el narrador de moda o el orangután festivo que quiere dárselas de político rojo.
He llegado a una conclusión: el Face me asquea y he decido dejar que mi cuenta muera como una flor. La abandonaré y me dedicaré a revisar el Inbox, solo de cuando en cuando. Esta es una idea que venía barajando desde hace varias semanas y recién hoy decidí que mataré de a pocos la recurrencia de entrar al Face. Ojalá, espero, que algún día los contactos se den cuenta de que también pueden comunicarse conmigo a través de eso que llamamos mail, aunque se haya convertido en un medio tardío en respuesta.
Tomé esta decisión luego de escuchar una conversa de un editor en el Queirolo. 
Eran las once de la mañana y disfrutaba de un jugo de piña mientras anotaba, o esbozaba, los capítulos de un libro de ensayos que espero terminar en los próximos meses. Mientras hacía mi trabajo, pensaba en mi suerte, porque lo que voy a escribir va en onda con mi carácter, no tendré pues que guardarme nada, me aseguro de arranque no caer en lo políticamente correcto, como lamentablemente veo a más de un compañero generacional, muchos de ellos parte del proyecto antológico Disidentes. Es triste decirlo, pero muchos de mis Disidentes se han pasado al lado del lustrabotismo, de las alianzas estratégicas y la castración opinativa.
Estaba concentrado, afilando los capítulos, cuando me percato de la presencia de un par de narradores y un editor, muy conocidos, que siempre me tratan bien cada vez que me ven en algún bar, presentación o conferencia, al punto que me siento responsable de algunos de sus celebrados libros.
No me había percatado de su presencia, a lo mejor fue en un descuido de mi concentración lo que hizo que les prestara atención. Uno de ellos, el más impopular, que se las pega de editor y profesor universitario cuando en realidad es un vil estafador, con su Tablet en mano, posteando alguna de sus ocurrencias, llamaba mediante celular a amigos y conocidos. Estas llamadas venían motivadas bajo la más ridículas de las intenciones, la de pedir que pongan el Like a sus últimas entradas de Face, en donde funge de filósofo, editor responsable y para colmo de lector atento. Hablaba más fuerte de lo que se suele hablar por celular, entonces me di cuenta de que quería captar mi atención.
Terminaba mi jugo de piña y también de hacer el borrador del índice, que para mi felicidad, no tenía muchos puntos a desarrollar. Al acabar, me puse de pie y volteé ni bien me llamó. Lo saludé como suelo saludar a las cucarachas y me retiré. El día empezaba.

miércoles, febrero 11, 2015



martes, febrero 10, 2015

"juntos y solos"

A la fecha el narrador chileno Alberto Fuguet es una de las voces que más ha calado en las nuevas camadas de escritores y lectores latinoamericanos. En su haber tenemos más de un título que bien ha contribuido en la gestación de más de una poética. O sea, hablamos de un autor con hijos sin firmar y eso, bajo todo punto de vista, lo consiguen, sin buscarlo, contados. Añadamos también que su referencialidad ha tenido un largo camino en pos de la legitimidad, debido pues a los no pocos prejuicios que desde sus inicios ha suscitado su obra. 
No hablamos de un escritor marginal. Nadie más alejado de la marginalidad que este autor que siempre ha captado la atención de los seguidores de la narrativa latinoamericana contemporánea, y no siempre esa atención ha sido para bien. Ocurre que con Fuguet no caben los términos medios: o se le admira o se le desprecia. Las tibiezas opinativas no sirven de nada para hablar de sus libros. Así de cruda es su realidad, pero es en esa crudeza, no pocas veces propiciada por los celadores literarios, en la que encuentra su posicionamiento, la nula indiferencia que genera cada nuevo libro suyo. 
Esa nula indiferencia y esa polarización valorativa es lo que no le permite envejecer. 
Pues bien, desde fines del año pasado circula un nuevo libro suyo, aunque de nuevo no tiene nada, porque estamos hablando de una “antología arbitraria”, seleccionada y prologada por el escritor boliviano Edmundo Paz Soldán, que nos brinda una magnífica oportunidad para adentrarnos en el convulsionado universo de Fuguet por medio de un recorrido exhaustivo de su obra. Es decir, Paz Soldán nos lleva a la distancias cortas del chileno, cosa que de esta manera el lector puede hacerse una idea de lo que motiva esta obra que bien puede jactarse de esconder más de una resonancia que haríamos bien en ubicar, sea en un fragmento, una descripción, en una frase, en un diálogo. 
Juntos y solos (Ediciones UDP, 2014) alardea de un extraño y mágico poder. A esta antología la podríamos señalar como un tributo a aquello que llamamos arte de narrar. Porque eso es lo que encontramos en esta selección (no me atrevería a decir de relatos): narración en estado de gracia, conformadas por piezas narrativas que nos refuerzan una certeza que muchos colegas y enemigos de Fuguet quisieran exhibir: la capacidad de tener algo que decir. 
Relatos y piezas narrativas como “La verdad o las consecuencias”, “Más estrellas que en el cielo”, “Los muertos vivos”, “IMBD”, “Prueba de aptitud”, “Dos horas”, “Cinéfilos” y “Nosotros” nos muestran en bandeja dos vías de entrada: la primera, una radiografía de lo que sostiene la obra de Fuguet, su voluntad narrativa, tanto en calidad de escritor y director de cine. Es decir, el quiebre de los registros narrativos. La segunda, la transmisión que debería significar el simple acto de contar una historia, con personajes a los que les es imposible olvidar lo que darían todo por olvidar. En este sentido, Paz Soldán ha dado en el clavo ya que en muchos de los textos seleccionados percibimos la marca de agua de Fuguet: el conflicto de sus personajes, su quiebre emocional que puede remontarse a la infancia, la juventud, o en ese conflicto que los acompaña como una atadura natural que los obliga a sobrevivir en un mundo del que no se sienten parte y del que huyen sin saber cómo.


Publicado en Siglo XXI

sábado, febrero 07, 2015


viernes, febrero 06, 2015


238


Deseaba un milagro y el milagro sucedió. Se fue la luz en toda la calle Quilca. Quería llegar cuanto antes a casa y avanzar los archivos que había estado trabajando en casa y que había olvidado adjuntarlos en mi correo electrónico, más el detalle de grabarlos en mi USB, porque de haber sido así, bien los podía avanzar y terminar desde la librería.
Cerré la librería y me fui al nuevo local de Selecta. La calle oscura y los sonidos de los patrulleros merodeando por la Plaza San Martín se dejaban escuchar, sentir, como si fuera una presencia represiva. Al llegar al nuevo local, el señor Quiñones también hacía lo suyo, cerrar la librería, aunque él estaba más feliz que yo. Hablamos un toque y cuando me disponía a despedirme, una amiga que también se iba a su casa, me dijo que me había olvidado de cerrar bien la librería. La oscuridad y las ansias por cerrar me jugaron una mala pasada.
Efectivamente, tenía los candados en mi mochila.
Me despedí de Quiñones y fui a cerrar la librería como tenía que cerrarse.
Compré agua mineral sin gas y la que sería mi última cajetilla de Pall Mall rojo…la última del día. Caminé en dirección al Queirolo.
En la esquina de Quilca con Camaná me encuentro con un talentoso narrador inédito, Javier, “El caminante”.
No por nada se le dice “El Caminante”. A este pata le gusta el Centro de Lima, la recorre y hace suyos los personajes que ve en sus trayectos motivados por el azar. Tengo esperanzas de que cuando él publique un libro, este libro sea una novela cuyo personaje esencial sea Lima, pero no esa Lima de documentales al estilo Marca Perú, sino un personaje que se enriquece de sensibilidades que sobreviven y que en ese acto lo hacen con una involuntaria estética, en la que cada acto lleve la rúbrica del asombro.
“El caminante” me dice que tiene hambre y me pregunta si yo también la tengo, puesto que conoce un lugar ideal para recobrar fuerzas, un lugar en donde el estómago termina muy bien servido. Hubo un tiempo, cuando tenía la edad del “Caminante”, en que también tenía mis lugares en los que engañaba el estómago, épocas en que me perdía por el placer de perderme.
Al llegar a Alfonso Ugarte, me comenta de Barra Brasa. En Barra Brasa, me decía, se come un espectacular pollo a la brasa con arroz graneado, papas fritas, chorizo y ensalada, más, obvio, su vaso de chicha. El restaurante queda a media cuadra del Hospital Loayza.
Nos dirigimos hacia allá mientras me cuenta de su vida académica en una prestigiosa universidad particular. Es que “El Caminante” es un buen profesor durante el día y un maldito fuera de las horas de clase.
Llegamos a Barra Brasa. La entrada era angosta, de madera carcomida, pero no se trata de un lugarcito especial, sino de un restaurante con todas las de la ley. En el restaurante hay poca gente, es grande. Quizá en algún momento fue un salsódromo o un Night Club.
Tenía dudas sobre lo que íbamos a comer. Pero “El caminante” me decía que la oferta no iba a engañar el estómago. Me lo reafirma y me dice que si dudo, pues que pregunte a sus compañeros de Los Zepita Boys. Dudo, por seis cincuenta sé que lo que se puede comer.
Cuando la mesera nos sirve los platos, llegué a dos conclusiones: esto no es parengañar el estómago, sino para destruirlo, pero bien que me gusta destruir mi estómago.

miércoles, febrero 04, 2015



237

Ya sea en las horas muertas o en los minutos adrenalínicos en la librería, nunca falta un lector(a) que pregunte por algún libro de Jorge Eduardo Eielson. No pocas veces he pensado que esa inquietud por la obra de este artista integral obedecía a una especie de pose, de seguimiento del poeta del que todo el mundo habla. 
Para bien, uno se ilumina y llega ser consciente de sus errores, del apuro de sus impresiones. Se ordenan los caprichos de su oculta posería, porque me resulta saludable que este poeta ya haya traspasado ese círculo de lectores caletas de entre los lectores de poesía en Perú. 
La razón es muy simple. 
Eielson no siempre fue el poeta que ahora todos quieren leer, no siempre fue el poeta del que tanto se escribe, y no únicamente de su poesía, también de su narrativa y obra plástica. 
¿En qué momento empieza el renacimiento de Eielson, porque en algún momento tuvo que darse este renacimiento? Para llegar al punto de quiebre de este asunto, no hay que hurgar tanto. Al menos no en la perspectiva que uno pensaría. 
Me aventuraría a aseverar que la historia empieza con el proselitismo que llevó a cabo la fenecida revista More Ferarum, que nació en los predios sanmarquinos a fines de los años noventa. 
Empecé a seguir esa revista a razón de un amigo trabajaba en la imprenta de donde no solo salía esa revista, sino también varias de las que se publicaban por aquel entonces. La imprenta quedaba en Caylloma, pero no en las cuadras de putas y travestis, sino en una poblada de ópticas y restaurantes. Un día este amigo, que sabía de mi gusto por la literatura, me comentó que en la imprenta donde trabajaba se imprimían revistas, libros de cuentos y novelas de alumnos y profesores sanmarquinos. “Si te das una vuelta, pueda que te lleves algunos ejemplares, siempre quedan ejemplares”. 
Me animé un día. Fui a la imprenta y me llevé siete publicaciones, entre las que se encontraba el primer número de More Ferarum. 
Después de un tiempo, me animé y fui otra vez a la imprenta, en donde arrasé con todas las publicaciones que nacían en medio de una musicalidad de acero que me aturdía. De esa manera me hice con la memoria de una parte de la producción literaria peruana. Sin proponérmelo, comencé a armar el sentido que guiaba cada revista. 
Lo que hizo More Ferarum fue nuclear lo que se escribía de ciertos poetas peruanos, como Moro y Eielson, que a la fecha son batallas ganadas, y claro, también la revista perdió algunas batallas, como la de Gastón Fernández, aunque si vemos bien la figura, quizá aún no sea el tiempo de este peculiar y extraordinario escritor. 
Si hoy en día vemos un interés por Moro y, en especial, por Eielson, se lo debemos, y no en poca medida, a la labor que cumplió esta revista, que a lo mejor no tuvo el reconocimiento que merecía en su época, pero el reconocimiento poco importa a estas alturas. Se hizo obra y eso es lo que vale.